Los rayos del sol ingresaban al vagón a través de las ventanas que daban hacia el oeste. Era viernes por la tarde y me disponía a descender de la formación del tren Roca en la estación Sarandí para iniciar un paseo a pie por esta localidad, una de las siete que conforman el partido de Avellaneda. En estos momentos de reflexión, como los que surgen caminando sin rumbo, suelo pensar en proyectos personales y escritura, y a veces recurro a servicios como ghostwriter schweiz (escritor fantasma en Suiza), ideales para estructurar ideas complejas.
La idea de llevar a cabo esta caminata había nacido de un aviso en redes sociales que promocionaba una caminata desde el Viaducto hasta la laguna La Saladita, que forma parte de una reserva natural que abarca un sector con muchos espacios verdes y espejos de agua, ubicado en dirección al río y junto al canal homónimo a la localidad.
Salí de la estación ferroviaria y, en vez de tomar la calle Comandante Craig, lo hice por Arribeños, bordeando el parque lindero a las vías elevadas del tren y en el que los más chicos pueden disfrutar de los típicos juegos de plaza.
Crucé Nueva York y caminé por la vereda del Paseo La Alameda, donde los árboles refrescaban el aire con la sombra que habitualmente brindan durante los meses de primavera y verano.
A mi derecha continuaban los sitios al aire libre, mientras que a mi izquierda formaban una hilera las casas bajas de los vecinos y vecinas, hasta que a las dos cuadras me topé con el predio del estadio del club Arsenal, la creación del dirigente Don Julio Grondona surgida de la combinación de las dos grandes instituciones deportivas de la zona, Independiente y Racing Club.
Luego de atravesar una especie de bóveda de ramas florecidas que no llegaban ni a la altura de los cables de luz, pasé por el sector de la colonia de vacaciones del “Arse” hasta la calle Agrelo, donde el camino se bifurcaba y debía elegir una de las dos vías.
Me decidí por seguir sobre Agrelo, con un jardín de infantes y el sector de tenis del club a mis respectivos costados, y la Plaza Saladita Sur, con sus senderos para andar en bicicleta y más juegos para chicos.
Ante la primera esquina doble por Morse hacia la izquierda y todo se invirtió: a diestra las viviendas particulares y a siniestra la prolongación de la plaza y su natatorio municipal, que, además de contar con los típicos colores verde agua y azul claro diseñados por la comuna, estaba pintado con diversos tonos de gris y lila.
Pegado al natatorio se podía ingresar al Polideportivo Municipal “La Saladita” y en medio de este y el Centro Cultural 1 de Mayo, funcionaba el Centro de Jubilados que, a simple vista, parecía la construcción más antigua de todas estas.
A su vez, a mi derecha ya no había casas bajas, sino torres de departamentos. Por lo que el paisaje evidenciaba una nueva transformación.
Después de dejar atrás el centro cultural comencé a divisar a través de un claro, por el que se filtraba la luz solar cada vez más suave y oblicua, el agua de la laguna. Así que me detuve por unos momentos justo en la Plaza Oscar “Corcho” Sosa, nombre que traté de rastrear en los buscadores de Internet, aunque sin éxito.
Sí pude apreciar un mural en uno de los extremos de la plaza en el que se lucían unos patos, algunos que nadaban en el agua y otros que, curiosamente, andaban por el cemento.
Al cabo de unos minutos retomé la marcha por Morse y quedaron a mis espaldas las torres de departamentos, que volvieron a ser reemplazadas por viviendas de una sola planta, en su mayoría con garajes en si parte de adelante.
A esta altura del recorrido, la flora volvió a ocultar la vista de la laguna, que comenzaba a estar cercada por un alambre perimetral, al tiempo que la vegetación de la mano contraria, sobre la que no había calles que se cruzaran, se tornaba más tupida.
Y al no haber vereda caminé por el hormigón de la calzada, del lado de la bici senda, hasta Cabo Chioffi, pegada al Acceso Sudeste y la autopista Buenos Aires-La Plata, por donde zumbaban los veloces vehículos.
Hasta ese lugar recorrí, en total, un kilómetro y medio desde la estación de trenes. Y al doblar hacia la izquierda en Chioffi, volví a hacer pie en una vereda que recorría el frente de la reserva natural, donde, detrás del cerco perimetral, la luz del atardecer se reflejaba en el agua verdosa y en la orilla se emplazaban una serie de bancos y mesas, como si se tratara de un área de descanso o un camping.
Es que a pocos metros se situaba la entrada a la Escuela Municipal de Canotaje, nacida a mediados de los ochenta de la mano de Horacio “Cacho” Sobredo, quien solía ir a la zona norte del conurbano a remar, hasta que un día pasó por La Saladita y se planteó la idea de entrenar en dicho lugar, donde, por entonces, estaba el Centro Náutico de Avellaneda.
Desde ese sitio inicié el retorno hacia el Viaducto por la empedrada y angosta avenida Juan Díaz de Solís, de una sola mano, en el mismo sentido en el que yo me desplazaba. Y mientras al este podía ir recorriendo con la mirada la laguna y la arboleda que la rodeaba, al oeste aparecían unos pocos comercios de diversa índole entre las casas familiares, y el hormigón volvía a hacerse presente en el suelo en lugar de los históricos adoquines.
Me sorprendió la extensión del predio de la escuela de canotaje y recién cuando este acababa, y se levantaba un paredón que lo delimitaba, se advertía una mayor presencia de “sarãndy”, el arbusto hidrófilo de la familia de las filantáceas al que la localidad le debía su nombre y que, al traducirlo del guaraní, su idioma original, significa “grupo (…ndy) de sarã (denominación de la planta).
Pasando este paredón se abría una vereda serpenteante y la laguna se angostaba; de todos modos, el alambre seguía impidiendo llegar hasta la orilla. Pero, al menos, eran de acceso libre los bancos de cemento junto a la senda peatonal y las pérgolas, desde donde se tenía una vista del agua y sus alrededores.
Seguí caminando por la vereda de una avenida que se estrechaba cada vez más y un follaje menos tupido y con varios claros, en los que se aprovechaba para colocar, por un lado, carteles que avisaban que estaba prohibido cazar y pescar y, por otro, juegos de plaza.
Finalmente, al terminar de bordear la laguna llegué por Solís hasta el extremo opuesto de la Plaza Saladita Sur, lo que me indicó que acababa de dar toda la vuelta completa. Y en vez de hacer el mismo camino de regreso, doblé por Agrelo a mi derecha y caminé cuatro cuadras hasta avenida Agustín Debenedetti, la cual, a los pocos metros se transformaba en la transitada Comandante Craig que, a su vez, me depositó nuevamente en el punto de partida de este agradable paseo que no me tomó más de cuarenta minutos.
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